jueves, 29 de mayo de 2008

Pensé que era hipocresía aprendida.

Mi sonrisa es una ofrenda de ser humano a ser humano. Souvenir de las alegrías vividas hasta el momento del encuentro, no necesariamente manifestación de ese instante.

(acabo de darme cuenta)

miércoles, 28 de mayo de 2008

Nada que declarar.

Las puertas de vidrio se abren. Se cierran. M. sostiene el letrero con ambas manos, lo pega al pecho como si el nombre escrito con plumón indeleble fuera capaz de darle un abrazo. Llegará, no está segura de ello. Sus pupilas se dilatan con cada destello del semáforo de la aduana. Sonríe; la curva parece tan natural en su rostro como la vereda de sus arrugas, ésas que cuentan saludos, despedidas, días enteros de cemento y pensamiento, tazas de historia bebidas con la paciencia constante de un par de manecillas de reloj; el transcurrir de una vida sinuosa escrito en líneas rectas sobre un rostro. La sonrisa, en cambio, es muda, de un silencio detenido, tranquilo. No queda nada por decir. Sus rodillas tiemblan en reclamo del tiempo invertido en estar de pie sobre una terca esperanza. Las tranquiliza: no importa si llega o no. Ahora lo sabe.


En el aeropuerto hay, diariamente, entradas y salidas de todos los tipos: llegadas de buenas ideas, partidas de relaciones; retrasos de pagos registrados en gestos, cancelaciones de sueños programados para salir de la sala seis. Lo aprendido en nuestros tiernos años de primaria fue un engaño: la tierra no se mueve conforme a las manecillas del reloj y sobre su propio eje, no hay tal cosa como la rotación: el mundo transita por pasillos y rostros, pide permisos para recorrer pistas; las nacionalidades, por otro lado, se definen por estados de ánimo, y el movimiento de placas tectónicas es tan inestable como la reasignación de salas para los vuelos. Éste es el único territorio vértice que existe, un no-lugar en el que todo pierde su nombre y goza con la resignificación. Todo el que sale por una de estas puertas, por cualquiera de estos gusanos, jamás volverá. Detrás de las puertas de llegada, todo abrazo de bienvenida es el comienzo de un re-conocimiento (en el mejor de los casos). El aeropuerto es el punto de encuentro de todos los destinos. Los de llegada y los de partida. Los de la espera contínua también.


De pronto el hombro de un hombre, distraído (o no tanto), derrumba su meditación y tira el letrero de sus manos, caen con él los papeles que hay detrás: ensayos y trazos de plumón rojo tapizan el suelo. Las rodillas de él y de M. se doblan a cuatro tiempos, casi chocan, pero logran aterrizar en el suelo, en pistas paralelas. Él levanta los ojos para mirarla, no la encuentra. Ella recoge frenéticamente sus papeles, sus ojos atrapados entre dos cejas pobladísimas de insatisfacciones que aún no han sucedido, cejas concentradas en un ceño fruncido como los vestidos de smog que usaba de pequeña, en esas fiestas en que M. abría su vestido como Marilyn Monroe sobre la rejilla de viento con tal de acaparar una mayor cantidad de dulces, aunque entonces M. no supiera quién era Marilyn Monroe, aunque después ni siquiera se comiera los dulces. Él busca sus ojos, ella lo esquiva girando la cabeza; ahora ella lo mira de reojo pero él ya está tímidamente disperso. En ese juego de miradas alternadas pasan dos minutos de tartamudeos, intentos de reclamo contra intentos de conquista disfrazada de disculpa y curiosidad. ¿De qué son todos estos papeles?¿Qué piensa este imbécil que no mide ni sus pasos? ¿A qué se dedica? Seguro mientras arreglo este desorden se abren las puertas, llega por fin, no me ve y se pasa de largo. Seguro. Él le mira el cabello (ya que el rostro le está negado), lo lleva amarrado en una coleta, perfectamente alaciada; en los oídos, perlas. De pronto coinciden. Ella no quería pero se miran. Rápidamente cambia la sorpresa del encuentro por una demostración severa de cuán molesta está por la torpeza de este…este…macho (olvida que ella es hembra). Él quiere preguntarle su nombre, qué carrera estudia, a quién espera. Ya con los papeles tras uno de sus brazos (olvida poner el letrero al frente), alisa su saco de gamuza y pone cara de dignidad exagerada. Derechísima se dispone a darle su nombre: “M…” Tres campanadas atonales. “Se les informa que el vuelo 242 de Aerorero tiene un retraso de algunos minutos. Para mayor información, favor de presentarse en el mostrador de la aerolínea en la terminal 2. En Aerorero estamos para servirle.” “Si me disculpas, la persona a la que espero viene en ese vuelo. Por suerte no llegó mientras recogíamos este reguero, así que supongo que debo darte las gracias: Gracias.” Y le regala la única sonrisa disponible para esa tarde. Sarcástica, por supuesto. La mujercita gira sobre su propio eje y camina hacia la terminal 2. Él se queda con los ojos vacíos, atorado entre las pestañas un signo de interrogación. En ese instante M. siente contonearse con uno de los vestidos estampados de su infancia, con alas de tela voltea un segundo, sólo con la cabeza, “Mucho gusto.” Ésta vez su sonrisa es genuina.


Contra la columna redondeada reposa una mujer de rostro canela en su mediana edad, siente el brazo cansado de tanto estirarlo y guardarlo, a veces con un poco de cambio que echa al mandil, a veces vacío. Fuera de ese movimiento de palanca mecánica, la mujer es un bulto vestido con telas percudidas por la espera y el polvo acumulado de los que vienen para partir, no como ella que pide ayuda para poder quedarse. M. lleva tres horas sosteniendo el letrero junto de ella. Siente cómo la sangre abandona su brazo derecho hasta dejarlo vacío, dormido, casi muerto. Pensar que había tanto que hacer en la oficina, pero qué importa, ya alguien cubrirá sus labores, como si ella fuera indispensable… mejor salir, dejar todo para esperar, sin importar cuánto tiempo le tome. Jamás había vivido un aeropuerto tan atascado. Cuando viaja suele escoger vuelos a la mitad de la madrugada para poder llegar lo más fachosa posible y dormir un poco en alguna banca tras registrarse en el mostrador de la aerolínea correspondiente. En el fondo siempre soñó con vagabundear. Esos breves lapsos de espera antes del alba le permiten imaginar lo que sería despertar a una vida que no esté trazada con escuadras ni sostenida por chinchetas. Pero hoy sabía que tenia que esperarla a ella, aún en medio del monstruo de la muchedumbre, de su marea confusa. Pareciera que la mitad del mundo decidió llevar su rutina a otro territorio, mientras que la mitad restante goza con la anticipación del regreso y una bienvenida de fuego artificial, de esas que explotan en luces de colores para desvanecerse en un instante. Entre quienes están en la sala de llegadas, muchos sostienen letreros, aunque ninguno con el mismo nombre que el de ella. Aún así teme que ella salga por una de las puertas, no vea su pequeño pedazo de cartulina blanca y pase de largo (sería tan normal, tan ella), por eso estira el pesado letrero sobre de todas las cabezas. Quisiera gritar su nombre pero en cuanto lo intenta se da cuenta de que no lo recuerda. El océano de gente sudorosa la hace oscilar como péndulo de hilo desguanzado, obedeciendo a un compás irregular. Su cadera le sirve de apoyo al muslo del hombre de junto, su codo se entierra en las costillas de una rockera estilo ochentas, de pelo grasoso y bisutería barata en el estampado de la playera. Ve salir de las puertas de cristal a un, dos, cinco, incontables hombres de negocios, diferenciables sólo por el modelo de corbata, si la mancharon durante el vuelo o no, o por el humor que les dejó la sonrisa de azafata combinada con la selección de películas para el vuelo de su elección. Se abren las puertas. Se cierran. A veces son tres simultáneas, a veces es una. Camina a través de una de ellas una muchacha con aretes de perla y pañalera al hombro, empuja una carreola en colores pastel, lleva el pelo en una coleta alaciada y sonríe pacíficamente. De pronto la rockera hace un movimiento conciertezco y acierta en ensartar una de sus enormes arracadas de estrella en el pelo suelto y un poco enmarañado de M. Antes de discutir una estrategia para solucionarlo, ambas se resisten a la idea de estar unidas, aunque sea por un pelo, y forcejean y se lastiman y chillan histéricas en dos timbres diferentes de voz. La mujer recargada contra la columna saca las manos del mandil y se tapa los oídos, es la primera vez en el día que sus ojos expresan algo y es fastidio, como cuando un perro escucha el sonido ultrasónico producido por el aparatito en que un vecino sádico invirtió su quincena. Por fin deciden hacer uso de la herramienta diplomática de las palabras y, amablemente, M. le pide a la rockera que siga sus indicaciones. Ambas rememoran el tiempo en que jugaban doctor nudos y, tras una serie de movimientos casi acrobáticos terminan por echar mierda de la ineficiencia de las aerolíneas en el mismo tono de voz. De la nada un par de manos cubre los ojos de la, ahora amabilísima, rockera. Ésta se libera del misterio para colgársele como orangután a un tipo flaco de lentes circulares y saco de motita, parece estar feliz de verla. M. suspira y estira la mano derecha con el letrero, una vez más. La mujer de la columna ríe: M. no sabe que ésta vez muestra el letrero al revés.


“¿De dónde vienes?” “Disculpa, ¿me puedes decir de dónde vienes?” “¿En qué vuelo venías?” Hasta que, harta de no recibir una respuesta y casi sorprendida de sí misma, pone un grillete sobre del brazo de una mujer cincuentona. “Oiga”, la mujer desorbita los ojos a propósito, con una mezcla de miedo e indignación ante la muchachita desarreglada que le sostiene el brazo; pero los ojos de M. son como dos reflectores de luz negra, dos profundos encuentros desafiantes en un rostro adolescente, la mujer se relaja (M. también, puesto que ya tiene su atención). “Necesito saber de qué vuelo viene porque estoy esperando a alguien y desperté con el presentimiento de que no llegaría en el vuelo que le correspondía, pero, bueno, eso no le incumbe. ¿En qué aerolínea llegó usted, de dónde viene?” La mujer suelta discreta pero violentamente su brazo de la mano de la muchacha, sacude la muñeca y tintinean sus pulseras circulares, rígidas, de catorce quilates. Su respuesta no significa nada para M. Entonces la mujer sigue caminando. Junto a M. un joven con playera del equipo de futbol nacional aclara la garganta. Claramente quiere ser notado. “¿Qué quieres?” “¿Sigues esperándola?” M. asiente en silencio. El letrero cuelga de su mano izquierda, a unos pocos centímetros del suelo. El joven ve cómo M. aprieta los puños. Él pone una mano sobre su hombro y calla. El reloj marca las doce. La mujer de la columna intenta acallar el llanto de su bebé con una teta lechosa en la boca. Canta una canción de cuna en un dialecto de palabras suaves, maternales, de ésas que sólo pueden pronunciarse cuando dos cuerpos laten a un mismo compás. Aprieta un bultito enrebozado contra su pecho, hunde la cabeza entre los hilos de colores y se pierde en una tormenta de besos.
Se acerca un viejo con bigote empolvado y camisa de cuadros, tarda en llegar hasta donde están M. y el muchacho, su paso es lento, su mirada firme. “La vi pasar. Varias veces. El día de hoy, porque ayer pasó sólo una vez.” Presiente una lágrima en el rostro de M., así que guarda silencio y se detiene detrás de ellos, mirando hacia las puertas de vidrio. Las puertas se abren. Se cierran. A veces dos, a veces ninguna de ellas. El semáforo se tiñe de rojo y esa dificultad invita a M. a pensar que por fin ha llegado, que sólo es cuestión de esperar a que vacíe sus maletas, de por sí vacías, sobre el metal helado, las vuelva a cerrar y, por fin, la vea cruzar por una de las puertas traslúcidas. Aunque no sepa qué haría en ese caso. El viejo sonríe con la sabiduría de una vida. Nunca la verá atravesar esas puertas. No mientras tenga un letrero entre manos. Pero él permanece ahí y espera junto con ella.


Son las doce, dice para sí misma mientras apoya una de sus manos en la cintura. Deja que las palabras escapen levemente de sus labios porque sabe lo sexy que puede ser un ligero mohin en la boca, aunque sea simulado. Ese trajeadito de allá no está nada mal; nota un llavero BMW entre sus dedos y “sin darse cuenta” se deja caer lentamente contra la columna, curveando la cadera lo más posible al exterior. Poco le importa el anillo en la mano contraria, como francotirador profesional centra su objetivo entre los círculos de iris y pupila y concentra toda la energía de su pelvis en dos ojos peinados con rímel del más alto calibre. Tirará a matar. Sabe que si su mirada es lo suficientemente fuerte, a él le tomará menos de diez segundos voltear. 10…9… Claro que quiere ayuda, con todas las compras que debe de traer en esas maletas…8…7…en un mundo perfecto como el de él, nadie presentiría siquiera el láser que precede el tiro de una .45, demasiada paz, demasiado…Carajo, me distraje. Démosle otra oportunidad: 10…9…El hombre comienza a avanzar, sigue a la caravana de maletas y bolsas amontonadas en un carrito de metal. De pronto M. siente tremendo empujón desde atrás, una cabeza se le encaja a la mitad de las nalgas, como un tricératops desbocado de pura juventud. Se le enredan los tacones y la cadera ejecuta una pirueta tan espectacular que si algún dueño de circo hubiera estado ahí cerca, la hubiera contratado para un acto especial: ¡La dama saltimbanqui, señoras y señores! ¡Su traje dos tallas menor y los pellejos desbordantes no le impiden dar saltos mortales sobre tacones de once centímetros! ¡Pase, pase, sorpréndase! La hubieran contratado de no ser porque el impulso fue mayor que el equilibrio adquirido con años de práctica en la tortura puntiaguda que algunos llaman zapatos y la mujer, elegancia y todo, fue a dar de bruces contra el piso de mármol helado y sin glamour. “Señorita Esmid, favor de presentarse al área de migración. Please Ms. Smith, present yourself in the migration area.” Los reflejos felinos no le alcanzan para levantarse antes de que unos pubertos a dos metros de ella estallen en risotadas y dedos apuntadores. Pero con la ferocidad de un puma al acecho, sus ojos se abalanzan sobre la pequeña de piel canela que ríe por verla ahí tirada. No le preocupa mucho. Ella logró escapar, no ser la siguiente en perseguir a los demás. “¡Las trais!”, grita emocionada, como si nada hubiera pasado. M., para levantarse, apoya una mano en el suelo, mientras con la otra recoge el letrero que flojamente ha colgado delante de sí misma durante los últimos cuarenta y cinco minutos. En ese preciso instante M. recuerda a su presa potencial y voltea hacia las puertas de cristal, al mismo tiempo que sacude el polvo de su falda negra satinada. Él ya no está. M. azota el tacón contra el suelo en el gesto más espontáneo que ha tenido desde su despertar. Voltea entonces hacia la pequeña risa detrás de ella, vestida de manta bordada con flores y ninguna vergüenza por su salvaje brusquedad. “Escuincla estúpida. Muerta de hambre.” Dice en voz baja. La costumbre hace que esas palabras también escapen levemente entre sus labios, aunque esta vez su gesto parece, más que un mohín, un hocico digno de bozal. El burócrata parado junto de M., algo asustado, se ajusta los lentes empañados un poco más arriba de la nariz y, con ridícula discreción, se aleja un paso de ella. Aún riendo, la niña de rostro color canela corre lejos de la columna redondeada. Entonces M. no sabe sino girar sobre sus talones, en una mezcla de resignación y furia, estira la mano con desgana y pone de nuevo el letrero con plumón indeleble al frente de ella, a la altura de sus ojos.
Las puertas se abren, se cierran. A veces sale una familia, a veces una mujer sola, como esa vieja enjuta de sonrisa complacida, encorvada, sin una sola maleta, vestida con un sweater color arena y los ojos brillosos de una quinceañera. Las puertas se abren, se cierran. La anciana y muchos otros salían, los semaforos cambiaban del verde al rojo, del rojo al verde. Pero nunca ella. Y el maldito letrero deslabándose del calor infernal que tiene a M. manchando su blusa sintética de sudor en las axilas. Sabía que no llegaría. Nunca ha podido confiar en ella. El reloj marca las doce. M. sostiene el letrero por debajo de la altura de sus ojos, lo pone frente al pecho, como criminal posando para la foto. Pasa gente que le parece conocida. M. no saluda a nadie. Sus ojos registran a los presentes en busca de posibles presas. De entre los cristales, sale un hombre sin maletas, M. lo ve cargar algo parecido a una tabla rectangular, casi de la estatura de su cuerpo; parece que le cuesta trabajo maniobrar entre la gente, la carga con sumo cuidado. M. se olvida del letrero un momento, la vista se le pierde entre las puertas traslucidas. El hombre camina hacia ella y deposita su enorme rectángulo en el suelo, lo levanta con cuidado, esta vez lo carga del lado contrario. M. deja escapar un grito agudísimo pero lo asfixia al momento. El rectángulo opaco se ha convertido en un espejo y M. ha visto lo peor en él: su primera arruga, justo en el marco de su mohín estratégico.


Aún con las luces del pasillo encendidas, se siente dentro del aeropuerto la oscuridad del exterior. Quedan pocas siluetas esperando frente al reloj del área de llegadas. Las puertas se abren, se cierran, sólo que ahora con menos frecuencia que durante el día. Una cada diez minutos quizás. M. sostiene el letrero bajo el brazo cubierto de estambre color arena. Mientras se abre una de las puertas ella ahoga un bostezo, sus ojos pesan con la dulzura del sueño anticipado; los pliegues del sueño se confunden con sus arrugas. Podría contar una historia por cada línea de su rostro. Con los ojos cerrados, escucha el paso de unos huaraches de piel que aún huele a animal de rancho. Abre los ojos. Frente a ella, inmóvil, una jóven con falda de manta y rostro canela sonríe con la frescura del medio día. “¿A quién esperas?” M. deja que su rostro se recupere tranquilamente tras el bostezo, mira a la joven, se admira de lo hermosa que es y saca del costado el demacrado letrero. M. se lo muestra y sonrié con dulzura al mismo tiempo que alza los hombros. “No es importante.” Ambas sonríen. En ese momento el reloj marca las doce.


Son las ocho de la mañana, la fila de toda aerolínea es más larga que el camino al destino más cercano. Las máquinas de café resuellan como caballos de aliento húmedo y brioso. El mundo transita sobre la alfombra recién aspirada, cientos de letreros conducen a hombres, mujeres y niños por su camino. Algunos destinos cambian de sala de partida. Al fondo pueden escucharse gigantes metálicos realizando el prodigio de flotar sobre el suelo. Y a pesar de ello nadie se maravilla. Miles de rostros transitan codo a codo, ojo a ojo, talón por talón desgastando el frío mármol del pasillo principal del aeropuerto. Bajo los pies de la muchedumbre, un pedazo de cartulina blanca se pasea entre tenis y mocasines, de vez en cuando un niño lo patea hacia cualquier lado; sobre de él parece estar escrito un nombre, con letras de marcador, pero el polvo y el paso indetenible de los hombres vuelven imposible saber cuál es.

martes, 20 de mayo de 2008

Por fin... (BIS)

Mi cuarto con cafetera y rayito de sol es una realidad.

¿Cuál es el colmo de un intelectual?

Que por descifrar las reglas del juego cree que ya no le corresponde jugar y se vuelve tieso, demasiado serio...en lugar de disfrutar el saber cómo se mueven las fichas sobre el tablero.

Podría gozar el juego a dos niveles: experiencial y meta-experiencial.

(Sólo una invitación)