viernes, 11 de julio de 2008

Sepelio de un juicio

Hace una semana le sacaron las muelas del juicio a mi hermano y recordé algo que escribí cuando me las sacaron a mí (en el 2004). Ya pasó su fecha de caducidad (tiene algunas partes descompuestas y no ando en ánimo de hacer corrección de estilo en este momento), pero bueno, se los comparto.

Sepelio de un juicio

Es de llamar la atención los personajes que se presentan a un sepelio: con sus caras largas y tristes, con la sal pegada a los cachetes (recuerdo de las lágrimas caídas), con sus fingideces empáticas que no saben ni respetar el derecho a sentirse incomprendido, que insisten en acompañar y consolar mientras sus horarios agendados les corren por la cabeza y la pinta de los enlutados no hace más que darles espectáculo. También se atreve, una que otra personalidad fresca, a traer su algarabía. Los luctuosos normalmente desempeñan su papel de despreciadores instantáneos del gozo, pero una parte de su dolor se alivia con la sonrisa de alguien. Peligrosas sonrisas en el velorio de un juicio; ya es cotidiano esto de perderlo o entregarlo sin más.

Qué semblante el del Payaso al entrar. Pantalones espaciosos que caen al parejo en toda su negrura, de tirantes amarillos con motas rojas sosteniéndole la dignidad por encima de una camisa blanca bien almidonada, los esconde bajo un saco de dimensiones extraordinarias y color estipulado para la ocasión. Con su divertissement trágico, insolentes, se le adelantan un par de zapatos tamaño burla que llevan el ritmo de su profesión y vienen a arruinarle ese “poder ser tomado en serio”. En signo de reclamo, al llegar al ataúd, se inclina sobre el ausente y comienza su reclamo:

“¿Por qué te fuiste, Juicio cobarde? No resististe esas punzadas que sentías en el pecho al ser criticado, repudiado diariamente. Sé que no era fácil serte ni tenerte, que estaba escrito que habías de claudicar un día por “inservible”, aunque yo crea que fue por inapreciado, por inatendido (yo sé lo que es alimentarse de la atención).

Te robaste una de mis carcajadas favoritas: DEVUÉLVEMELA. Sin Juicio no le ve caso al aparecer: me aceptó que divertirse sin ti la harta: eran tus esfuerzos inútiles porque no apareciera lo que hinchaba sus ganas de mostrarse y llevarte la contraria. Ahora sale de vez en cuando y camina: ¡CAMINA! Figúrate. Ya no salta ni rebota, ni megafonéa sus ironías. Todo y nada le parece gracioso. Carcajada se ha vuelto una risa constante: de idiota, de sin chiste, de sin alboroto o inoportunio. Todo por tu partida, Juicio. Ahora te dejo, con tu espacio vacío y un a-gra-de-ci-mien-to (sarcástico) por regalarme una butaca más de risa transparente, de sin sentido. Mi profesión consiste en contradecir al Juicio con los tropezones y los por-qué-a-mi, para hacerlo retorcerse y soltar a Carcajada. Ahora, sin Juicio, ni Carcajada, me quedo con una Risa despreocupada y un poco más de desempleo cirquero.”

Flor de goma rosa y chisguete desde el polen amarillo, arrancada de la solapa y aventada a la caja en tono sepulcral.

Se acerca el cura. En la esquina de los labios se le nota un no-se-qué de agradecimiento, imposible de ocultar, disimulándolo con Rosarios (en misterios dolorosos. No podía ser tan descarado). Distinguible por su sotana, que da otro significado al “cuello blanco”, superior en sus aires, reparte bendiciones y consuelos divinos a las “Magdalenas” que lo rodean. Con su modestia prudente y de “Divina Providencia”, flota hasta el espacio vacío dejado por el Juicio. Comienza su sermón:

“En nombre de Dios y de la comunidad parroquial, mi queridísimo y ausente Juicio, vengo a darte las gracias por tu oportuna partida. El Cielo te pague la cantidad de fieles entregados que me has regalado con motivo de tu abandono. Pero no oses pecar de soberbia, Juicio; no se acercan porque les preocupe tu paradero, ni porque busquen para ti un “lugar mejor” después de tu partida (no te preocupes, ya te ando tramitando una Suite con el Vaticano); se acercan porque, sin ti, les ha quedado el camino libre para creer: sin cuestionar, ni reflexionar, ni sentir. Tan solo obedecer. Antes que la razón, Dios. Después del Juicio, Dios también. Sé que lo entendiste Juicio, ¡pícaro insolente en vida! ¡inquisidor fabulosamente incómodo! Te largaste y ahora no sé cómo va a evolucionar esta fe. Pero sí sé que se llenará el templo, que se corearán con mayor fuerza las invocaciones, que saturarán canastas y alcancías de diezmo. Ya vendrán, sin tus cuestionamiento, fines del mundo atrozmente inevitables, ofertas de última hora de salvación eterna, descuentos en culpabilidades por “servicio” a la Institución y rebaños de fieles desesperados por no desaparecer como tú. Les daremos sustento; su pan y agua de cada día, sus dosis de miedo, sus untadas de alegría, sus ilusiones vanas. Admiro tu comprensión Juicio. Tantas veces oré por tu partida y me topé con tu terquedad analítica. Y ahora claudicaste. Sin más ni menos, porque se te menospreció. (En mi caso creo que te había sobre estimado)...”

Silencio y pasos discretos, tras una cara de sepulcro blanqueado, acaba por dejar un escapulario de la Virgen sumisa enredado en manos del Juicio atormentado.

Tímidamente lo ve alejarse, desde la esquina oscura, la niña del vestido blanco de encaje. Ella no sabe. Ella no conoce. Ella apenas es ella. Pero sin Juicio, y se acerca.

“Hola”, murmura. No tiene idea cómo presentarse frente a un desconocido tan frío; como siempre, mientras nos dura la infancia, opta por ser franca y transparente. “No nos conocimos, pero he escuchado de ti. Creo que se habla más de ti de lo que realmente se te conoce. Míralos, no pueden ni verte a los ojos. Parece que no les vas a hacer falta. Es como si hubieran renunciado a ti incluso antes de que partieras. Pero aquí sigues y así también sus conversaciones: sobre ti, sobre quien eras, sobre buscarte y perderte...bla,bla,bla. Palabras. A veces escucho como zumbidos a mi alrededor, pierden sentido; pienso que en ocasiones hablan porque no saben (o no tienen con qué) llenar el silencio, les asusta porque es vacío, porque no les dice nada tampoco, porque no saben escuchar.”

“Algunos días estoy triste. Aquí no les gusta la Tristeza, la ignoran, la pintan de arcoiris, de día soleado, de sonrisas...y mi Tristeza se vuelve aun más triste y se esconde, como yo. De pronto no la encuentro y me hace falta. Entonces llega mi Enojo, es muy impulsivo ¿sabes? Le gusta romper cosas: como el jarrón de mamá o las sonrisas de los otros, le molesta la compañía de Felicidades, pero yo sé que en el fondo lo tranquiliza. Él finge que no, que se harta y se va. Le encanta la atención, ya lo conozco. Y otras veces, sopla el viento en la cara o la paleta que me compro sabe a frutas y me gusta...entonces sonrío; también me pasa cuando se me acerca otra sonrisa, o cuando salto la cuerda y casi me caigo...llega mi Felicidad, se infla y siento que voy a explotar, entonces me carcajeo. Siento que me duele la panza, que se me llenan de agua los ojos, que me doblo y me retuerzo, como los gusanos (creo que a ellos los visita seguido) y cierro los ojos (no sé por qué no puedo abrirlos) para no verla, pero la siento. A esos, los que están tan triste hoy porque te fuiste, tampoco les cae en gracia que me visite Felicidad. Me piden que me controle y no entienden que no soy yo, que es ella; y yo no entiendo por qué he de “controlarme” si siento como cosquillas y me sabe a rayo de sol en la cara. Entonces Felicidad cada vez que viene se infla menos y me deja sonrisas como recuerdo de que estuvo ahí.”

“Juicio, no sé decirte nada serio, nada importante. Soy una niña. Dicen que tengo que aprender mucho, que no sé nada ahora. Yo quisiera entender, pero me habían contado que algún día habría de encontrarte y que entonces sería entendible todo lo que me pasa, estas visitas y confusiones de mis Sentimientos, las rarezas de los que me rodean y alguna vez te conocieron. Ahora creo que nunca voy a explicarme estas cosas.”

“Seguro tú eras como un viejo sabio de esos que dan consejos, abrazos y paletas de frambuesa. No lo sé, pero me hubiera gustado conocerte. Dicen que haces falta en el mundo, pero nunca sentí que realmente estuvieras aquí porque no te encontraba. Por eso creo que no me vas a hacer falta, porque nunca fuiste parte de mi vida y me he dado cuenta que los grandes olvidan fácilmente, para ellos todo se define en “hoyes” y mañanas, pero los “ayeres” no son muy solicitados, y yo un día voy a ser GRANDE. Me enseñaron que cuando alguien ya está como tú, entre paredes de madera, hay que meterlo en un “ayer” y echarle tierra encima, para de vez en cuando llorarle una lagrimita o dos y llevarle flores. Eso espero hacer contigo Juicio, aunque nunca nos hallamos contado de qué sabor preferías los helados o qué nos gustaba más, si la lluvia o las muecas chistosas. No importa Juicio, no quiero que te dejen solo. Yo tengo a mi Soledad y no se siente bien, le gustaría estar acompañada; seguro tu tienes también una, las juntamos y así ya nunca van a reclamarnos...”

Del brazo, la niña es tirada por su madre lejos del ataúd porque las flechas del aparato que lleva en la muñeca apuntan ya, una al número doce, otra al número nueve. “Hora de dormir” para la pequeña. Curiosos conceptos.

De zapatos boleados y manos pequeñas, se aleja. La “desconocida” entre los “juiciosos”. Mientras que en el rostro del Juicio, con esperanza infantil, se curvan los labios en irónica sonrisa.

Carta publicada en El Universal hace dos semanas.

Sr. Procurador de la Secretaria de Salud:

Omito el “estimado” porque quiero ser franco. Me presento: soy un ciego. Decirle esto es más efectivo que darle mi nombre completo; sospecho que provocará suficiente compasión en usted para que lea mi carta.

Pido disculpas, antes que nada, por lo prosaico de mis expresiones; no va conmigo la actitud romántica de “amor por la vida” que tantos discapacitados oponen como escudo a las descalificaciones de la gente. Pretender que somos ángeles escogidos por la divina mano de un Señor bastante cruel me parece, no sólo ingenuo, sino ridículo. Ahora resulta que somos, además de lisiados, idiotas. Yo sé que estoy jodido y lo acepto. Así que no espere eufemismos de mi parte.

No le escribo, como podrá haberse percatado, para llorarle mi condición desigual; tan asimilado tengo mi estado que pedí ayuda a una persona “normal” a fin de hacer legible para sus ojos la presente misiva. Me dirijo a usted, más bien, para expresarle mi indignación por la incompetencia de sus empleados y la obcecación de los lineamientos institucionales. No crea que es agradable para mí dedicarle tiempo a este tipo de comunicados. No tengo intención alguna de ayudarlos a ser más eficientes. Mi interés, como el de toda la gente, es puramente egoista. Ya comprenderá.

Perdí la vista hace dos años, cuando desempeñaba el puesto de jefe del departamento de catalogación en la Biblioteca Nacional de México. Se que es irónico. No se castigue demasiado por la sonrisita que debe haber aparecido en su boca, yo haría lo mismo…en fin. Como usted sabe, los amigos pueden ser sumamente benéficos para el desarrollo profesional y personal de un individuo. Yo debo a los míos todo lo que soy el día de hoy. Preocupados por mis habilidades sociales y mi bienestar emocional, desgastaron todos los calificativos despectivos existentes para referirse a un estudioso: “ratón de biblioteca”, “escribito”, “polvorín”, “nerdo”, continúe usted si recuerda su infancia. Es comprensible. Mire usted, en la biblioteca uno puede ser “chic” o mera polilla: una cosa es ser director de la Biblioteca y tener tiempo para escribir libros laberínticos, aburridos y memorables; otra cosa es ser feroz guardián de ejemplares exquisitos, a punto de deshojarse; o bien, uno puede ser el clasificador de las cifras y siglas que representan a los libros. Las primeras dos son ocupaciones que logran provocar algún tipo de asombro en muchachas de clase media tontas pero ansiosas de sentirse interesantes, la tercera es simplemente patética. Sobra decir que mi puesto respondía a la última de las tres descripciones. Las únicas miradas asombradas que he recibido han sido del oftalmólogo y del reumatólogo. Se podrá imaginar usted los diagnósticos después de tantos años enroscado en una silla incómoda, hojeando catálogos en un sótano húmedo. De ahí la consternación que sentían mis amistades por el estado mental de esta gárgola polvorienta y ojerosa.

Después de mucha insistencia esas almas caritativas lograron convencerme de asistir a una “pequeña reunión” en un tugurio cercano. Omito el nombre del lugar para evitar problemas legales innecesarios. Imagíneme, señor procurador, por primera vez desparpajado después de unos tragos; emancipado de las tintas de mala calidad, de las horribles ediciones en papel que se arrugan con la misma facilidad que el lino, mis piernas ya desentumidas comenzaban a moverse a destiempo del ritmo musical. Era yo feliz, tan feliz que no me importó más la lectura. No leí la etiqueta de la botella con que me servía el trago: Metanol, bebida espirituosa. Una palabra puede cegarte por completo. Una cadenita de Os y Haches que conformen un alcano y adiós al resto de las letras. Yo me fui a dormir con la misma cruda moral que cualquier borracho principiante que sabe va a llegar tarde al trabajo, sólo que para mí nunca volvió a amanecer. No llore, señor procurador. No es para tanto. Si fuera escritor de melodramas me hubieran contratado en una televisora y esto nunca hubiera pasado, así que no alabe mi relato con sus lágrimas.

Le escribo desde la niebla. Yo no veo la noche ni las estrellas, vivo rodeado por una masa gris azulada, al borde de la asfixia a cada segundo. Por eso quiero salir a caminar, para ver si así le entra un poco de aire al sistema. Pero tengo un inconveniente, señor procurador. No sé si usted haya notado que esta ciudad tiene trazos urbanos peculiares a los que llaman “calles”, por las que transitan cajas ruidosas y veloces. Les dicen “coches”. Mi problema es que me han contado y, créame, son fuentes fidedignas, que dichos aparatejos dejan a un despistado como oferta de carnicería con tan solo pasarle por encima. Desafortunadamente, no soy inmortal y el no ver absolutamente nada conlleva un cierto grado de complicación para mi movilidad y de riesgo para mi persona. Tal vez sea muy exquisito de mi parte, pero, a pesar de ser ciego, quisiera seguir vivo. Por eso decidí asumir mi condición y conseguirme un perro, comprarme un bastón, ponerme lentes oscuros, en fin, todo el numerito. Ya sólo me faltaría la grabadora colgada al cuello para poder ganarme la vida entre estación y estación del metro.
Acudí al Instituto Nacional para la Ceguera a solicitar un perro lazarillo. Cuál fue mi sorpresa cuando me lo negaron porque no satisfago la definición de ceguera. Después de dos horas de fila me informaron que no soy “legalmente ciego”. El hombre del mostrador se convirtió en Cristo mismo. ¡Aleluya, señor procurador! Fui curado por la palabra de un burócrata y una estúpida ley que especifica: “ciego es aquél que vive con visión acuosa de 20/200 o menor en el ojo mejor conservado, aún con el uso de un lente correctivo. Una visión periférica menor a veinte grados será considerada también como ceguera legal.” Como mi ojo rector ve 25/200 el señor funcionario, con su voz de pitido, recibió mis papeles y no tardó tres segundos en ponerlos de vuelta sobre el mostrador. Mi petición había sido rechazada. En la opinión del respetado burócrata, yo no tenía razones para quejarme porque mi vista periférica está intacta. Que disfrute él del amplio paisaje de zombies amorfos en el que me muevo todos los días.

No me dejaron desamparado. A cambio del can amaestrado, me ofrecieron un buen bastón. Quizá para que pueda oir como choca contra el metal del automóvil que me deje en la calle como mierda del perro que no tengo. Y el bastón, debo aclarar, es una concesión especial, porque yo no estoy ciego: tengo baja visión. Mi condición aún me permite gozar de un poco de luz en la vida. ¿De que coño me sirve notar el resplandor de los focos sobre mi sala?

Ante la Asociación Mundial de la Ceguera yo soy un charlatán que intenta sacarles un perro arduamente entrenado. Qué insaciables podemos llegar a ser los discapacitados. ¡Querer caminar por la calle! Nadie puede tenerlo todo en esta vida. Por eso le tengo una propuesta, señor procurador: Por qué no, en vez de politiquillos internacionales, se llevan a unos cuantos ciegos lastimeros a su Junta Mundial de Estupideces, para que al menos se escuchen unos a otros, aprovechando que tienen el sentido auditivo agudizado. Ustedes los penta-sensuales asumen que porque no podemos ver tampoco debemos hablar. Pues yo se lo grito: SOY CIEGO, para mí el mundo en imágenes ya no existe. No tengo “baja visión”, si la tuviera al menos podría ver el piso. No soy “invidente”, soy ciego, igual que cuando usted muera será un cadáver, no un “inviviente” cualquiera. No falta el imbécil que intenta consolarme, recordándome a Homero, a Tiresias o a la Justicia misma. Yo ni tengo la paciencia para imaginar una épica, ni conozco el futuro de rey alguno. Soy un hombre más, sin chiste y discapacitado; aunque, si usted no me ayuda, puedo abusar de mi sabiduría y mis capacidades sobrenaturales para augurarle eventos nada agradables en su futuro cercano.

Yo sólo quiero un perro que me ladre. Le agradeceré me mande el certificado apropiado para ir por él con el mismo burócrata arrogante. Por el momento quedo tranquilo: aquél hombre, con su timbre de soprano, hoy no sabe de qué color se vistió. ¿Ha leído las cifras sobre analfabetismo funcional en el país? Son alarmantes. Le aseguro que el respetado funcionario, cuando recibió el paquete con la botella no fue ni para leer el contenido. El moñote que le mandé poner sobre la etiqueta tampoco ayudaba mucho. Pero no se preocupe señor procurador, en el Instituto todo viene traducido al Braille, así que el hombrecillo seguirá ahí para entregarme al can entrenado. En cuanto a mi empleo, las clasificaciones son legibles al tacto, así que sigo siendo el mismo polilla encorvado sobre una mesa, sólo que ahora, en lugar de “ratón de biblioteca”, soy el murciélago amaestrado.

No se haga usted la gallinita ciega, señor procurador. Tiene al responsable de mi caso frente a usted cada vez que se mira al espejo.

Le entrego mi confianza a ojos cerrados, queda de usted,


Cecilio Domínguez.

Nada que declarar. (Remake)

Nada qué declarar

( )

Las puertas de vidrio se abren. Se cierran. M. sostiene el letrero con ambas manos, lo pega al pecho como si el nombre escrito con plumón indeleble fuera capaz de darle un abrazo. “Ella volverá”, repite en voz baja, “ella volverá”. Con cada destello del semáforo de la aduana sus pupilas se dilatan; de nuevo se contraen. La espera infructuosa ha quedado escrita en las arrugas de su rostro. Su voz se difumina hasta convertirse en silencio.

De pronto las esquinas de sus labios se curvan hacia el techo levemente, sin escándalos: hay un secreto que por fin ha logrado descifrar.

( )

Las puertas se abren. Se cierran. M. siente como se tensa su tersa piel en la espera. Se alisa el vestido color arena para que le cubra los muslos hasta el nacimiento de las rodillas. Como cada vez que viene de la universidad, tiene los ojos fijos en las puertas de cristal y un café en la mano. Hoy lo pidió negro. A veces lo pide con crema o con Kalhúa, o no pide nada porque no viene de humor. Lo que no puede faltarle es el letrero, siempre ese nombre en alguna de las manos, esperando a ser visto, esperando un rostro familiar.

Junto de ella, contra la columna redondeada, reposa una mujer de rostro canela, arrugada como nuez de castilla. El brazo se le nota cansado de tanto estirarlo y guardarlo, a veces con un poco de cambio que echa al mandil bordado de colores, a veces vacío. Fuera de ese movimiento de palanca mecánica, la mujer es un bulto vestido con telas percudidas por el polvo de los pasos de quienes vienen para partir; no como ella, que pide ayuda para poder quedarse.

M. ve a la gente caminar con sus maletas y piensa en el gran mito que es la rotación: la tierra no se mueve conforme a las manecillas del reloj, menos aún sobre su propio eje. El mundo transita por pasillos y rostros; las nacionalidades se definen por estados de ánimo –ahí está uno para el que todos los días son grises; un poco más allá, un silbador de mejillas rosadas-. Da un sorbo más a su café y observa a la gente que sale de entre las puertas de cristal. Sí, en el aeropuerto no cesa el movimiento, entradas y salidas de todos los tipos: llegadas de buenas ideas, partidas de relaciones; retrasos de pagos registrados en gestos, cancelaciones de sueños programados para salir de la sala seis. De pronto cree verla y se para de puntitas para escalar la mirada sobre los hombros vecinos: no, no es ella. Ni hablar, seguirá esperando. Pero M. sabe cómo es esto, la lógica del territorio vértice que es el aeropuerto, donde todo aquél que se va, jamás atravesará aquellas puertas siendo el mismo. El trayecto a través de los gusanos alfombrados que van de la cabina a las salas de espera hace que cualquiera olvide su nombre. Tal vez eso le ha pasado a ella: olvidó su nombre y por eso no reconocerá el letrero.

El hombro de un hombre, distraído (o no tanto), empuja a M. y sus papeles, con todo y letrero, van a dar al piso. Las rodillas de él y de M. se doblan a cuatro tiempos, casi chocan, pero logran aterrizar en el suelo, en pistas paralelas. Él levanta los ojos para mirarla pero sólo encuentra esa coleta, perfectamente alaciada, ondulando de enojo. Ella recoge frenéticamente los papeles, sus ojos atrapados entre dos cejas fruncidas como los vestidos de smog que usaba cuando pequeña, en esas fiestas en que M. abría su vestido como Marilyn Monroe sobre la rejilla de viento con tal de acaparar una mayor cantidad de dulces, aunque entonces M. no supiera quién era Marilyn Monroe, aunque después ni siquiera se comiera los dulces.

En el juego de miradas pasan medio minuto de tartamudeos, intentos de reclamo contra intentos de conquista disfrazada de disculpa y curiosidad. De pronto, coinciden. Ella no quería, pero se miran. M. se apresura a vestir su sorpresa de enfado por la torpeza de este…este…macho (olvida que ella es hembra). Justo entonces, a M. se le ocurre que ella puede atravesar las puertas en cualquier momento, que, por arreglar este desorden, ella puede pasar de largo. Termina de recoger y camina hacia el otro extremo de la sala. Casi tropieza con el bulto canela que bosteza a su lado. Él la mira alejarse con una pregunta en el rostro, atorado entre las pestañas un signo de interrogación.

En ese instante, M. siente contonearse con uno de los vestidos estampados de su infancia. Con alas de tela, voltea un segundo, girando sólo la cabeza. Le sonríe a aquél desconocido. Inmediatamente después cubre su rostro con el letrero y se dispone a esperar.

( )

Se abren las puertas. Se cierran. “Son las doce”, dice M. para sí misma, mientras apoya una de sus manos en la cintura engrosada por los años pasados frente al monitor y los deseos mal digeridos. Deja que las palabras escapen levemente de sus labios porque sabe lo sexy que puede ser un ligero mohín en la boca, aunque sea pre-fabricado. El letrero con su nombre cuelga flojamente de su mano izquierda; ni siquiera lo siente entre sus dedos. Ese trajeadito de allá no está nada mal; nota un llavero BMW entre sus dedos y, “sin darse cuenta”, se deja caer lentamente contra la columna, curveando la cadera lo más posible al exterior, tanto que las costuras de su falda color arena amenazan con romperse. Poco le importa el anillo de la mano contraria, como francotirador profesional centra su objetivo entre los círculos de iris y pupila y concentra toda la energía de su pelvis en dos ojos peinados con rímel del más alto calibre. Tirará a matar. Sabe que si su mirada es lo suficientemente fuerte, a él le tomará menos de diez segundos voltear.

10…9…8…7…De pronto, M. siente tremendo empujón: una cabeza de niña se le encaja a la mitad de las nalgas. Los tacones se le enredan y la cadera ejecuta una pirueta tan espectacular que si algún dueño de circo hubiera estado ahí cerca la hubiera contratado para un acto especial. Sus reflejos cuasi-felinos no le alcanzan para salvar la caída: M. se va de bruces contra el piso de mármol helado y sin glamour. Escucha una risa detrás de ella; inmediatamente M. apoya una mano sobre el suelo para levantarse, mientras con la otra recoge el letrero del piso. Una vez de pie, sus ojos se abalanzan sobre la pequeña color canela abrazada de la columna. “¡Las trais!”, grita la niña emocionada y sale corriendo de nuevo; en su vestido de manta ha quedado atrapada una parvada completa de flores en colores cálidos. “Escuincla estúpida”, escupe M. en voz baja. La costumbre hace que esas palabras también escapen levemente de entre sus labios, aunque esta vez su gesto parece, más que un mohín, un hocico digno de bozal.

Entre resignada y furiosa, M. estira el brazo con desgana para poner de nuevo el letrero con plumón indeleble al frente de ella. Espera…¿no es ella? Ve a una joven atravesar las puertas de cristal con una pañalera color arena al hombro; lleva el pelo perfectamente alaciado, amarrado en una coleta, y camina tranquila, empujando una carreola. M. siente que la sala se ilumina cual si hubieran prendido reflectores sobre de ella. Grita su nombre pero no percibe ninguna reacción en el rostro de ella. Otra esperanza en falso.

Sabía que no llegaría.

M. ve cómo, de pronto, un par de manos cubre los ojos de la joven con carreola. Ésta se libera del misterio para colgársele como orangután a un tipo flaco con lentes que parece estar feliz de verla. M. suspira y estira, una vez más, la mano con el letrero. La niña de piel canela la mira desde la cabina telefónica y ríe: M. no sabe que está mostrando el letrero al revés.

De entre las puertas sale un hombre cargando algo parecido a una tabla rectangular, casi de la estatura de su cuerpo; parece que le cuesta trabajo maniobrar entre la gente. M. se olvida del letrero un momento, interesada en el objeto, posa como Marilyn en el escaparate vivo de How to marry a millionaire. El hombre camina hacia ella sin mirarla y deposita su enorme rectángulo en el suelo, lo levanta con cuidado; esta vez lo carga del lado contrario. M. deja escapar un grito agudísimo pero lo asfixia al momento. El rectángulo opaco se ha convertido en un espejo y M. ha visto lo peor en él: su primera arruga, justo en el marco de su mohín estratégico.

( )

Las puertas se abren, ahora se cierran. M. avienta su voz adolescente contra los que van llegando:

“¿De dónde vienes?”

“Disculpa, ¿me puedes decir de dónde vienes?”

“¿En qué vuelo venías?”

Sus respuestas no significan nada para M. Anda con los hombros caídos, jorobada y oscura, lleva unos baggies color arena, una playera negra con el nombre de algún grupo de rock. Mientras tanto, la mujer de la columna intenta acallar el llanto de su bebé con una teta lechosa en la boca. Canta una canción de cuna en un dialecto de palabras suaves, maternales, de ésas que sólo pueden pronunciarse cuando dos cuerpos laten a un mismo compás. Aprieta un bultito enrebozado contra su pecho, hunde la cabeza entre los hilos de colores y se pierde en una tormenta de besos. Ya surcan su piel canela las primeras líneas de vida.

M., a unos cuantos pasos, refunfuña. Ve las puertas abrirse y se emociona con la silueta de una mujer. La ve salir y vuelve a encorvarse: es una vieja enjuta, de suéter color arena y ojos brillosos, como de quinceañera. Los semáforos cambian contínuamente: del verde al rojo, del rojo al verde. M. penetra lo traslúcido de las puertas con su mirada adolescente, sus ojos son dos profundos desafíos en un rostro que apenas ha dejado la infancia. Salen muchas personas, pero a ella, M. no la reconoce. De pronto escucha cómo alguien aclara la garganta a su lado. “¿Qué quieres?” “¿Sigues esperándola?”, le pregunta una voz dulce y avejentada, M. asiente en silencio; el letrero cuelga de su mano izquierda, a unos pocos centímetros del suelo. La vieja ve cómo M. aprieta los puños; entonces estira el brazo bajo el suéter color arena para poner una mano sobre el hombro de la pequeña. Y calla. Presiente una lágrima en el rostro de M. La vieja permanece detrás de ella y mira también hacia las puertas traslúcidas; se le escapa una sonrisa compasiva pero, como está atrás de M., no le preocupa: Sabe que nunca la verá atravesar esas puertas mientras se aferre al letrero que tiene en las manos. A pesar de ello, la vieja permanece junto de ella.

( )

Aún con las luces del pasillo encendidas, se siente dentro del aeropuerto la oscuridad del exterior. Quedan pocas siluetas esperando frente al reloj del área de llegadas. Las puertas se abren y se cierran, sólo que ahora con menos frecuencia que durante el día. Una cada diez minutos, quizás. M. sostiene el letrero bajo el brazo cubierto de estambre color arena. Mientras se abre una de las puertas, ella da la bienvenida a un bostezo. Sus ojos pesan con la dulzura del descanso anticipado; los pliegues del sueño se confunden entre sus arrugas. Con los ojos cerrados, escucha el paso de unos huaraches de piel que aún huelen a animal de rancho. Abre los ojos. Frente a ella, inmóvil, una joven con falda de manta y rostro canela sonríe con la frescura del medio día. “¿A quién esperas?” M. deja que su rostro se recupere tranquilamente tras el bostezo, mira a la joven y saca lentamente del costado el demacrado letrero. M. se lo muestra y sonrié con dulzura al mismo tiempo que alza los hombros:

“No es importante.”

( )

Son las ocho de la mañana, la fila de toda aerolínea es más larga que el camino al destino más cercano. Las máquinas de café resuellan como caballos de aliento húmedo y brioso. El mundo transita sobre la alfombra recién aspirada, la señalización del aeropuerto conduce a hombres, mujeres y niños por su camino. Algunos destinos cambian de sala de partida. Al fondo pueden escucharse gigantes metálicos realizando el prodigio de flotar sobre el suelo. Y a pesar de ello nadie se maravilla. Miles de rostros transitan codo a codo, ojo a ojo, talón por talón desgastando el frío mármol del pasillo principal del aeropuerto. Bajo los pies de la muchedumbre, un pedazo de cartulina blanca se pasea entre tenis y mocasines, de vez en cuando un niño lo patea hacia cualquier lado; sobre de él parece estar escrito un nombre, con letras de marcador, pero el polvo y el paso indetenible de los hombres vuelven imposible saber cuál es.

domingo, 1 de junio de 2008

Je.

La humanidad intentando alcanzarse a sí misma.

(La vida también es esto: la espera y el intento.)

jueves, 29 de mayo de 2008

Pensé que era hipocresía aprendida.

Mi sonrisa es una ofrenda de ser humano a ser humano. Souvenir de las alegrías vividas hasta el momento del encuentro, no necesariamente manifestación de ese instante.

(acabo de darme cuenta)

miércoles, 28 de mayo de 2008

Nada que declarar.

Las puertas de vidrio se abren. Se cierran. M. sostiene el letrero con ambas manos, lo pega al pecho como si el nombre escrito con plumón indeleble fuera capaz de darle un abrazo. Llegará, no está segura de ello. Sus pupilas se dilatan con cada destello del semáforo de la aduana. Sonríe; la curva parece tan natural en su rostro como la vereda de sus arrugas, ésas que cuentan saludos, despedidas, días enteros de cemento y pensamiento, tazas de historia bebidas con la paciencia constante de un par de manecillas de reloj; el transcurrir de una vida sinuosa escrito en líneas rectas sobre un rostro. La sonrisa, en cambio, es muda, de un silencio detenido, tranquilo. No queda nada por decir. Sus rodillas tiemblan en reclamo del tiempo invertido en estar de pie sobre una terca esperanza. Las tranquiliza: no importa si llega o no. Ahora lo sabe.


En el aeropuerto hay, diariamente, entradas y salidas de todos los tipos: llegadas de buenas ideas, partidas de relaciones; retrasos de pagos registrados en gestos, cancelaciones de sueños programados para salir de la sala seis. Lo aprendido en nuestros tiernos años de primaria fue un engaño: la tierra no se mueve conforme a las manecillas del reloj y sobre su propio eje, no hay tal cosa como la rotación: el mundo transita por pasillos y rostros, pide permisos para recorrer pistas; las nacionalidades, por otro lado, se definen por estados de ánimo, y el movimiento de placas tectónicas es tan inestable como la reasignación de salas para los vuelos. Éste es el único territorio vértice que existe, un no-lugar en el que todo pierde su nombre y goza con la resignificación. Todo el que sale por una de estas puertas, por cualquiera de estos gusanos, jamás volverá. Detrás de las puertas de llegada, todo abrazo de bienvenida es el comienzo de un re-conocimiento (en el mejor de los casos). El aeropuerto es el punto de encuentro de todos los destinos. Los de llegada y los de partida. Los de la espera contínua también.


De pronto el hombro de un hombre, distraído (o no tanto), derrumba su meditación y tira el letrero de sus manos, caen con él los papeles que hay detrás: ensayos y trazos de plumón rojo tapizan el suelo. Las rodillas de él y de M. se doblan a cuatro tiempos, casi chocan, pero logran aterrizar en el suelo, en pistas paralelas. Él levanta los ojos para mirarla, no la encuentra. Ella recoge frenéticamente sus papeles, sus ojos atrapados entre dos cejas pobladísimas de insatisfacciones que aún no han sucedido, cejas concentradas en un ceño fruncido como los vestidos de smog que usaba de pequeña, en esas fiestas en que M. abría su vestido como Marilyn Monroe sobre la rejilla de viento con tal de acaparar una mayor cantidad de dulces, aunque entonces M. no supiera quién era Marilyn Monroe, aunque después ni siquiera se comiera los dulces. Él busca sus ojos, ella lo esquiva girando la cabeza; ahora ella lo mira de reojo pero él ya está tímidamente disperso. En ese juego de miradas alternadas pasan dos minutos de tartamudeos, intentos de reclamo contra intentos de conquista disfrazada de disculpa y curiosidad. ¿De qué son todos estos papeles?¿Qué piensa este imbécil que no mide ni sus pasos? ¿A qué se dedica? Seguro mientras arreglo este desorden se abren las puertas, llega por fin, no me ve y se pasa de largo. Seguro. Él le mira el cabello (ya que el rostro le está negado), lo lleva amarrado en una coleta, perfectamente alaciada; en los oídos, perlas. De pronto coinciden. Ella no quería pero se miran. Rápidamente cambia la sorpresa del encuentro por una demostración severa de cuán molesta está por la torpeza de este…este…macho (olvida que ella es hembra). Él quiere preguntarle su nombre, qué carrera estudia, a quién espera. Ya con los papeles tras uno de sus brazos (olvida poner el letrero al frente), alisa su saco de gamuza y pone cara de dignidad exagerada. Derechísima se dispone a darle su nombre: “M…” Tres campanadas atonales. “Se les informa que el vuelo 242 de Aerorero tiene un retraso de algunos minutos. Para mayor información, favor de presentarse en el mostrador de la aerolínea en la terminal 2. En Aerorero estamos para servirle.” “Si me disculpas, la persona a la que espero viene en ese vuelo. Por suerte no llegó mientras recogíamos este reguero, así que supongo que debo darte las gracias: Gracias.” Y le regala la única sonrisa disponible para esa tarde. Sarcástica, por supuesto. La mujercita gira sobre su propio eje y camina hacia la terminal 2. Él se queda con los ojos vacíos, atorado entre las pestañas un signo de interrogación. En ese instante M. siente contonearse con uno de los vestidos estampados de su infancia, con alas de tela voltea un segundo, sólo con la cabeza, “Mucho gusto.” Ésta vez su sonrisa es genuina.


Contra la columna redondeada reposa una mujer de rostro canela en su mediana edad, siente el brazo cansado de tanto estirarlo y guardarlo, a veces con un poco de cambio que echa al mandil, a veces vacío. Fuera de ese movimiento de palanca mecánica, la mujer es un bulto vestido con telas percudidas por la espera y el polvo acumulado de los que vienen para partir, no como ella que pide ayuda para poder quedarse. M. lleva tres horas sosteniendo el letrero junto de ella. Siente cómo la sangre abandona su brazo derecho hasta dejarlo vacío, dormido, casi muerto. Pensar que había tanto que hacer en la oficina, pero qué importa, ya alguien cubrirá sus labores, como si ella fuera indispensable… mejor salir, dejar todo para esperar, sin importar cuánto tiempo le tome. Jamás había vivido un aeropuerto tan atascado. Cuando viaja suele escoger vuelos a la mitad de la madrugada para poder llegar lo más fachosa posible y dormir un poco en alguna banca tras registrarse en el mostrador de la aerolínea correspondiente. En el fondo siempre soñó con vagabundear. Esos breves lapsos de espera antes del alba le permiten imaginar lo que sería despertar a una vida que no esté trazada con escuadras ni sostenida por chinchetas. Pero hoy sabía que tenia que esperarla a ella, aún en medio del monstruo de la muchedumbre, de su marea confusa. Pareciera que la mitad del mundo decidió llevar su rutina a otro territorio, mientras que la mitad restante goza con la anticipación del regreso y una bienvenida de fuego artificial, de esas que explotan en luces de colores para desvanecerse en un instante. Entre quienes están en la sala de llegadas, muchos sostienen letreros, aunque ninguno con el mismo nombre que el de ella. Aún así teme que ella salga por una de las puertas, no vea su pequeño pedazo de cartulina blanca y pase de largo (sería tan normal, tan ella), por eso estira el pesado letrero sobre de todas las cabezas. Quisiera gritar su nombre pero en cuanto lo intenta se da cuenta de que no lo recuerda. El océano de gente sudorosa la hace oscilar como péndulo de hilo desguanzado, obedeciendo a un compás irregular. Su cadera le sirve de apoyo al muslo del hombre de junto, su codo se entierra en las costillas de una rockera estilo ochentas, de pelo grasoso y bisutería barata en el estampado de la playera. Ve salir de las puertas de cristal a un, dos, cinco, incontables hombres de negocios, diferenciables sólo por el modelo de corbata, si la mancharon durante el vuelo o no, o por el humor que les dejó la sonrisa de azafata combinada con la selección de películas para el vuelo de su elección. Se abren las puertas. Se cierran. A veces son tres simultáneas, a veces es una. Camina a través de una de ellas una muchacha con aretes de perla y pañalera al hombro, empuja una carreola en colores pastel, lleva el pelo en una coleta alaciada y sonríe pacíficamente. De pronto la rockera hace un movimiento conciertezco y acierta en ensartar una de sus enormes arracadas de estrella en el pelo suelto y un poco enmarañado de M. Antes de discutir una estrategia para solucionarlo, ambas se resisten a la idea de estar unidas, aunque sea por un pelo, y forcejean y se lastiman y chillan histéricas en dos timbres diferentes de voz. La mujer recargada contra la columna saca las manos del mandil y se tapa los oídos, es la primera vez en el día que sus ojos expresan algo y es fastidio, como cuando un perro escucha el sonido ultrasónico producido por el aparatito en que un vecino sádico invirtió su quincena. Por fin deciden hacer uso de la herramienta diplomática de las palabras y, amablemente, M. le pide a la rockera que siga sus indicaciones. Ambas rememoran el tiempo en que jugaban doctor nudos y, tras una serie de movimientos casi acrobáticos terminan por echar mierda de la ineficiencia de las aerolíneas en el mismo tono de voz. De la nada un par de manos cubre los ojos de la, ahora amabilísima, rockera. Ésta se libera del misterio para colgársele como orangután a un tipo flaco de lentes circulares y saco de motita, parece estar feliz de verla. M. suspira y estira la mano derecha con el letrero, una vez más. La mujer de la columna ríe: M. no sabe que ésta vez muestra el letrero al revés.


“¿De dónde vienes?” “Disculpa, ¿me puedes decir de dónde vienes?” “¿En qué vuelo venías?” Hasta que, harta de no recibir una respuesta y casi sorprendida de sí misma, pone un grillete sobre del brazo de una mujer cincuentona. “Oiga”, la mujer desorbita los ojos a propósito, con una mezcla de miedo e indignación ante la muchachita desarreglada que le sostiene el brazo; pero los ojos de M. son como dos reflectores de luz negra, dos profundos encuentros desafiantes en un rostro adolescente, la mujer se relaja (M. también, puesto que ya tiene su atención). “Necesito saber de qué vuelo viene porque estoy esperando a alguien y desperté con el presentimiento de que no llegaría en el vuelo que le correspondía, pero, bueno, eso no le incumbe. ¿En qué aerolínea llegó usted, de dónde viene?” La mujer suelta discreta pero violentamente su brazo de la mano de la muchacha, sacude la muñeca y tintinean sus pulseras circulares, rígidas, de catorce quilates. Su respuesta no significa nada para M. Entonces la mujer sigue caminando. Junto a M. un joven con playera del equipo de futbol nacional aclara la garganta. Claramente quiere ser notado. “¿Qué quieres?” “¿Sigues esperándola?” M. asiente en silencio. El letrero cuelga de su mano izquierda, a unos pocos centímetros del suelo. El joven ve cómo M. aprieta los puños. Él pone una mano sobre su hombro y calla. El reloj marca las doce. La mujer de la columna intenta acallar el llanto de su bebé con una teta lechosa en la boca. Canta una canción de cuna en un dialecto de palabras suaves, maternales, de ésas que sólo pueden pronunciarse cuando dos cuerpos laten a un mismo compás. Aprieta un bultito enrebozado contra su pecho, hunde la cabeza entre los hilos de colores y se pierde en una tormenta de besos.
Se acerca un viejo con bigote empolvado y camisa de cuadros, tarda en llegar hasta donde están M. y el muchacho, su paso es lento, su mirada firme. “La vi pasar. Varias veces. El día de hoy, porque ayer pasó sólo una vez.” Presiente una lágrima en el rostro de M., así que guarda silencio y se detiene detrás de ellos, mirando hacia las puertas de vidrio. Las puertas se abren. Se cierran. A veces dos, a veces ninguna de ellas. El semáforo se tiñe de rojo y esa dificultad invita a M. a pensar que por fin ha llegado, que sólo es cuestión de esperar a que vacíe sus maletas, de por sí vacías, sobre el metal helado, las vuelva a cerrar y, por fin, la vea cruzar por una de las puertas traslúcidas. Aunque no sepa qué haría en ese caso. El viejo sonríe con la sabiduría de una vida. Nunca la verá atravesar esas puertas. No mientras tenga un letrero entre manos. Pero él permanece ahí y espera junto con ella.


Son las doce, dice para sí misma mientras apoya una de sus manos en la cintura. Deja que las palabras escapen levemente de sus labios porque sabe lo sexy que puede ser un ligero mohin en la boca, aunque sea simulado. Ese trajeadito de allá no está nada mal; nota un llavero BMW entre sus dedos y “sin darse cuenta” se deja caer lentamente contra la columna, curveando la cadera lo más posible al exterior. Poco le importa el anillo en la mano contraria, como francotirador profesional centra su objetivo entre los círculos de iris y pupila y concentra toda la energía de su pelvis en dos ojos peinados con rímel del más alto calibre. Tirará a matar. Sabe que si su mirada es lo suficientemente fuerte, a él le tomará menos de diez segundos voltear. 10…9… Claro que quiere ayuda, con todas las compras que debe de traer en esas maletas…8…7…en un mundo perfecto como el de él, nadie presentiría siquiera el láser que precede el tiro de una .45, demasiada paz, demasiado…Carajo, me distraje. Démosle otra oportunidad: 10…9…El hombre comienza a avanzar, sigue a la caravana de maletas y bolsas amontonadas en un carrito de metal. De pronto M. siente tremendo empujón desde atrás, una cabeza se le encaja a la mitad de las nalgas, como un tricératops desbocado de pura juventud. Se le enredan los tacones y la cadera ejecuta una pirueta tan espectacular que si algún dueño de circo hubiera estado ahí cerca, la hubiera contratado para un acto especial: ¡La dama saltimbanqui, señoras y señores! ¡Su traje dos tallas menor y los pellejos desbordantes no le impiden dar saltos mortales sobre tacones de once centímetros! ¡Pase, pase, sorpréndase! La hubieran contratado de no ser porque el impulso fue mayor que el equilibrio adquirido con años de práctica en la tortura puntiaguda que algunos llaman zapatos y la mujer, elegancia y todo, fue a dar de bruces contra el piso de mármol helado y sin glamour. “Señorita Esmid, favor de presentarse al área de migración. Please Ms. Smith, present yourself in the migration area.” Los reflejos felinos no le alcanzan para levantarse antes de que unos pubertos a dos metros de ella estallen en risotadas y dedos apuntadores. Pero con la ferocidad de un puma al acecho, sus ojos se abalanzan sobre la pequeña de piel canela que ríe por verla ahí tirada. No le preocupa mucho. Ella logró escapar, no ser la siguiente en perseguir a los demás. “¡Las trais!”, grita emocionada, como si nada hubiera pasado. M., para levantarse, apoya una mano en el suelo, mientras con la otra recoge el letrero que flojamente ha colgado delante de sí misma durante los últimos cuarenta y cinco minutos. En ese preciso instante M. recuerda a su presa potencial y voltea hacia las puertas de cristal, al mismo tiempo que sacude el polvo de su falda negra satinada. Él ya no está. M. azota el tacón contra el suelo en el gesto más espontáneo que ha tenido desde su despertar. Voltea entonces hacia la pequeña risa detrás de ella, vestida de manta bordada con flores y ninguna vergüenza por su salvaje brusquedad. “Escuincla estúpida. Muerta de hambre.” Dice en voz baja. La costumbre hace que esas palabras también escapen levemente entre sus labios, aunque esta vez su gesto parece, más que un mohín, un hocico digno de bozal. El burócrata parado junto de M., algo asustado, se ajusta los lentes empañados un poco más arriba de la nariz y, con ridícula discreción, se aleja un paso de ella. Aún riendo, la niña de rostro color canela corre lejos de la columna redondeada. Entonces M. no sabe sino girar sobre sus talones, en una mezcla de resignación y furia, estira la mano con desgana y pone de nuevo el letrero con plumón indeleble al frente de ella, a la altura de sus ojos.
Las puertas se abren, se cierran. A veces sale una familia, a veces una mujer sola, como esa vieja enjuta de sonrisa complacida, encorvada, sin una sola maleta, vestida con un sweater color arena y los ojos brillosos de una quinceañera. Las puertas se abren, se cierran. La anciana y muchos otros salían, los semaforos cambiaban del verde al rojo, del rojo al verde. Pero nunca ella. Y el maldito letrero deslabándose del calor infernal que tiene a M. manchando su blusa sintética de sudor en las axilas. Sabía que no llegaría. Nunca ha podido confiar en ella. El reloj marca las doce. M. sostiene el letrero por debajo de la altura de sus ojos, lo pone frente al pecho, como criminal posando para la foto. Pasa gente que le parece conocida. M. no saluda a nadie. Sus ojos registran a los presentes en busca de posibles presas. De entre los cristales, sale un hombre sin maletas, M. lo ve cargar algo parecido a una tabla rectangular, casi de la estatura de su cuerpo; parece que le cuesta trabajo maniobrar entre la gente, la carga con sumo cuidado. M. se olvida del letrero un momento, la vista se le pierde entre las puertas traslucidas. El hombre camina hacia ella y deposita su enorme rectángulo en el suelo, lo levanta con cuidado, esta vez lo carga del lado contrario. M. deja escapar un grito agudísimo pero lo asfixia al momento. El rectángulo opaco se ha convertido en un espejo y M. ha visto lo peor en él: su primera arruga, justo en el marco de su mohín estratégico.


Aún con las luces del pasillo encendidas, se siente dentro del aeropuerto la oscuridad del exterior. Quedan pocas siluetas esperando frente al reloj del área de llegadas. Las puertas se abren, se cierran, sólo que ahora con menos frecuencia que durante el día. Una cada diez minutos quizás. M. sostiene el letrero bajo el brazo cubierto de estambre color arena. Mientras se abre una de las puertas ella ahoga un bostezo, sus ojos pesan con la dulzura del sueño anticipado; los pliegues del sueño se confunden con sus arrugas. Podría contar una historia por cada línea de su rostro. Con los ojos cerrados, escucha el paso de unos huaraches de piel que aún huele a animal de rancho. Abre los ojos. Frente a ella, inmóvil, una jóven con falda de manta y rostro canela sonríe con la frescura del medio día. “¿A quién esperas?” M. deja que su rostro se recupere tranquilamente tras el bostezo, mira a la joven, se admira de lo hermosa que es y saca del costado el demacrado letrero. M. se lo muestra y sonrié con dulzura al mismo tiempo que alza los hombros. “No es importante.” Ambas sonríen. En ese momento el reloj marca las doce.


Son las ocho de la mañana, la fila de toda aerolínea es más larga que el camino al destino más cercano. Las máquinas de café resuellan como caballos de aliento húmedo y brioso. El mundo transita sobre la alfombra recién aspirada, cientos de letreros conducen a hombres, mujeres y niños por su camino. Algunos destinos cambian de sala de partida. Al fondo pueden escucharse gigantes metálicos realizando el prodigio de flotar sobre el suelo. Y a pesar de ello nadie se maravilla. Miles de rostros transitan codo a codo, ojo a ojo, talón por talón desgastando el frío mármol del pasillo principal del aeropuerto. Bajo los pies de la muchedumbre, un pedazo de cartulina blanca se pasea entre tenis y mocasines, de vez en cuando un niño lo patea hacia cualquier lado; sobre de él parece estar escrito un nombre, con letras de marcador, pero el polvo y el paso indetenible de los hombres vuelven imposible saber cuál es.

martes, 20 de mayo de 2008

Por fin... (BIS)

Mi cuarto con cafetera y rayito de sol es una realidad.