viernes, 11 de julio de 2008

Carta publicada en El Universal hace dos semanas.

Sr. Procurador de la Secretaria de Salud:

Omito el “estimado” porque quiero ser franco. Me presento: soy un ciego. Decirle esto es más efectivo que darle mi nombre completo; sospecho que provocará suficiente compasión en usted para que lea mi carta.

Pido disculpas, antes que nada, por lo prosaico de mis expresiones; no va conmigo la actitud romántica de “amor por la vida” que tantos discapacitados oponen como escudo a las descalificaciones de la gente. Pretender que somos ángeles escogidos por la divina mano de un Señor bastante cruel me parece, no sólo ingenuo, sino ridículo. Ahora resulta que somos, además de lisiados, idiotas. Yo sé que estoy jodido y lo acepto. Así que no espere eufemismos de mi parte.

No le escribo, como podrá haberse percatado, para llorarle mi condición desigual; tan asimilado tengo mi estado que pedí ayuda a una persona “normal” a fin de hacer legible para sus ojos la presente misiva. Me dirijo a usted, más bien, para expresarle mi indignación por la incompetencia de sus empleados y la obcecación de los lineamientos institucionales. No crea que es agradable para mí dedicarle tiempo a este tipo de comunicados. No tengo intención alguna de ayudarlos a ser más eficientes. Mi interés, como el de toda la gente, es puramente egoista. Ya comprenderá.

Perdí la vista hace dos años, cuando desempeñaba el puesto de jefe del departamento de catalogación en la Biblioteca Nacional de México. Se que es irónico. No se castigue demasiado por la sonrisita que debe haber aparecido en su boca, yo haría lo mismo…en fin. Como usted sabe, los amigos pueden ser sumamente benéficos para el desarrollo profesional y personal de un individuo. Yo debo a los míos todo lo que soy el día de hoy. Preocupados por mis habilidades sociales y mi bienestar emocional, desgastaron todos los calificativos despectivos existentes para referirse a un estudioso: “ratón de biblioteca”, “escribito”, “polvorín”, “nerdo”, continúe usted si recuerda su infancia. Es comprensible. Mire usted, en la biblioteca uno puede ser “chic” o mera polilla: una cosa es ser director de la Biblioteca y tener tiempo para escribir libros laberínticos, aburridos y memorables; otra cosa es ser feroz guardián de ejemplares exquisitos, a punto de deshojarse; o bien, uno puede ser el clasificador de las cifras y siglas que representan a los libros. Las primeras dos son ocupaciones que logran provocar algún tipo de asombro en muchachas de clase media tontas pero ansiosas de sentirse interesantes, la tercera es simplemente patética. Sobra decir que mi puesto respondía a la última de las tres descripciones. Las únicas miradas asombradas que he recibido han sido del oftalmólogo y del reumatólogo. Se podrá imaginar usted los diagnósticos después de tantos años enroscado en una silla incómoda, hojeando catálogos en un sótano húmedo. De ahí la consternación que sentían mis amistades por el estado mental de esta gárgola polvorienta y ojerosa.

Después de mucha insistencia esas almas caritativas lograron convencerme de asistir a una “pequeña reunión” en un tugurio cercano. Omito el nombre del lugar para evitar problemas legales innecesarios. Imagíneme, señor procurador, por primera vez desparpajado después de unos tragos; emancipado de las tintas de mala calidad, de las horribles ediciones en papel que se arrugan con la misma facilidad que el lino, mis piernas ya desentumidas comenzaban a moverse a destiempo del ritmo musical. Era yo feliz, tan feliz que no me importó más la lectura. No leí la etiqueta de la botella con que me servía el trago: Metanol, bebida espirituosa. Una palabra puede cegarte por completo. Una cadenita de Os y Haches que conformen un alcano y adiós al resto de las letras. Yo me fui a dormir con la misma cruda moral que cualquier borracho principiante que sabe va a llegar tarde al trabajo, sólo que para mí nunca volvió a amanecer. No llore, señor procurador. No es para tanto. Si fuera escritor de melodramas me hubieran contratado en una televisora y esto nunca hubiera pasado, así que no alabe mi relato con sus lágrimas.

Le escribo desde la niebla. Yo no veo la noche ni las estrellas, vivo rodeado por una masa gris azulada, al borde de la asfixia a cada segundo. Por eso quiero salir a caminar, para ver si así le entra un poco de aire al sistema. Pero tengo un inconveniente, señor procurador. No sé si usted haya notado que esta ciudad tiene trazos urbanos peculiares a los que llaman “calles”, por las que transitan cajas ruidosas y veloces. Les dicen “coches”. Mi problema es que me han contado y, créame, son fuentes fidedignas, que dichos aparatejos dejan a un despistado como oferta de carnicería con tan solo pasarle por encima. Desafortunadamente, no soy inmortal y el no ver absolutamente nada conlleva un cierto grado de complicación para mi movilidad y de riesgo para mi persona. Tal vez sea muy exquisito de mi parte, pero, a pesar de ser ciego, quisiera seguir vivo. Por eso decidí asumir mi condición y conseguirme un perro, comprarme un bastón, ponerme lentes oscuros, en fin, todo el numerito. Ya sólo me faltaría la grabadora colgada al cuello para poder ganarme la vida entre estación y estación del metro.
Acudí al Instituto Nacional para la Ceguera a solicitar un perro lazarillo. Cuál fue mi sorpresa cuando me lo negaron porque no satisfago la definición de ceguera. Después de dos horas de fila me informaron que no soy “legalmente ciego”. El hombre del mostrador se convirtió en Cristo mismo. ¡Aleluya, señor procurador! Fui curado por la palabra de un burócrata y una estúpida ley que especifica: “ciego es aquél que vive con visión acuosa de 20/200 o menor en el ojo mejor conservado, aún con el uso de un lente correctivo. Una visión periférica menor a veinte grados será considerada también como ceguera legal.” Como mi ojo rector ve 25/200 el señor funcionario, con su voz de pitido, recibió mis papeles y no tardó tres segundos en ponerlos de vuelta sobre el mostrador. Mi petición había sido rechazada. En la opinión del respetado burócrata, yo no tenía razones para quejarme porque mi vista periférica está intacta. Que disfrute él del amplio paisaje de zombies amorfos en el que me muevo todos los días.

No me dejaron desamparado. A cambio del can amaestrado, me ofrecieron un buen bastón. Quizá para que pueda oir como choca contra el metal del automóvil que me deje en la calle como mierda del perro que no tengo. Y el bastón, debo aclarar, es una concesión especial, porque yo no estoy ciego: tengo baja visión. Mi condición aún me permite gozar de un poco de luz en la vida. ¿De que coño me sirve notar el resplandor de los focos sobre mi sala?

Ante la Asociación Mundial de la Ceguera yo soy un charlatán que intenta sacarles un perro arduamente entrenado. Qué insaciables podemos llegar a ser los discapacitados. ¡Querer caminar por la calle! Nadie puede tenerlo todo en esta vida. Por eso le tengo una propuesta, señor procurador: Por qué no, en vez de politiquillos internacionales, se llevan a unos cuantos ciegos lastimeros a su Junta Mundial de Estupideces, para que al menos se escuchen unos a otros, aprovechando que tienen el sentido auditivo agudizado. Ustedes los penta-sensuales asumen que porque no podemos ver tampoco debemos hablar. Pues yo se lo grito: SOY CIEGO, para mí el mundo en imágenes ya no existe. No tengo “baja visión”, si la tuviera al menos podría ver el piso. No soy “invidente”, soy ciego, igual que cuando usted muera será un cadáver, no un “inviviente” cualquiera. No falta el imbécil que intenta consolarme, recordándome a Homero, a Tiresias o a la Justicia misma. Yo ni tengo la paciencia para imaginar una épica, ni conozco el futuro de rey alguno. Soy un hombre más, sin chiste y discapacitado; aunque, si usted no me ayuda, puedo abusar de mi sabiduría y mis capacidades sobrenaturales para augurarle eventos nada agradables en su futuro cercano.

Yo sólo quiero un perro que me ladre. Le agradeceré me mande el certificado apropiado para ir por él con el mismo burócrata arrogante. Por el momento quedo tranquilo: aquél hombre, con su timbre de soprano, hoy no sabe de qué color se vistió. ¿Ha leído las cifras sobre analfabetismo funcional en el país? Son alarmantes. Le aseguro que el respetado funcionario, cuando recibió el paquete con la botella no fue ni para leer el contenido. El moñote que le mandé poner sobre la etiqueta tampoco ayudaba mucho. Pero no se preocupe señor procurador, en el Instituto todo viene traducido al Braille, así que el hombrecillo seguirá ahí para entregarme al can entrenado. En cuanto a mi empleo, las clasificaciones son legibles al tacto, así que sigo siendo el mismo polilla encorvado sobre una mesa, sólo que ahora, en lugar de “ratón de biblioteca”, soy el murciélago amaestrado.

No se haga usted la gallinita ciega, señor procurador. Tiene al responsable de mi caso frente a usted cada vez que se mira al espejo.

Le entrego mi confianza a ojos cerrados, queda de usted,


Cecilio Domínguez.

1 comentario:

E.P.S. dijo...

Saludos, albañil.

Vengo a visitarte para avisarte que tu bló forma ya parte de mis contactos blogueros, oficialmente hablando, eh? jeje. Date una vueltita por el mío cuando puedas, vale? En un ratillo comentaré tus posts.

Elena.